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Balazos, familias desplazadas, casas calcinadas y una niña muerta: un rincón sin ley en Plasencia

El asesinato por una bala perdida de una menor tras un tiroteo entre clanes de la droga ha desatado una vendetta familiar en un barrio extremeño donde no se asoma ninguna autoridad

Iván Montaño y Alba Silva, padres de la niña asesinada por una bala perdida en Plasencia.
Elena Reina

En un rincón invisible de España, una niña de dos años ha muerto de un balazo en la cabeza. Ha sido hace 15 días, pero podría haber sido cualquier semana. Porque en este entramado de callejuelas mal asfaltadas, que suben empinadas una colina a la que no se asoma nadie, sin contenedores de basura, ni apenas farolas, ni comercios, cafeterías o escuelas, no se acerca ni la policía. “Lo que pasa ahí no nos afecta a nosotros”, explica un funcionario municipal. En este barrio de Plasencia (Extremadura, 40.000 habitantes), a 10 minutos caminando del centro de la ciudad, ahora la única ley que impera es la venganza. Desde que una lluvia de balas atravesara la puerta de una casa e impactara en el cráneo de la niña, cada día hay fuego en una casa, cristales rotos, ropa quemada, juramentos de sangre. La muerte de Camelia ha sido solo el principio.

El río Jerte, que atraviesa la ciudad, la divide también en dos realidades. En la Plasencia del centro, el último suceso noticioso fue cuando a una mujer le robaron el bolso, y estos días trata sin éxito de sacudirse los titulares de la prensa nacional para enfocarse cuanto antes en los preparativos de la Semana Santa y el turismo. Del otro lado del puente y cuesta arriba, otra ciudad muy distinta sobrevive como una península. Es el barrio de San Lázaro. Y ahí, dos familias gitanas se han declarado la guerra.

Decenas de personas, incluidas niños, han tenido que abandonar sus casas y huir de la región. Les han quemado todo lo que dejaron a su paso: aquí el fuego opera para borrar todo rastro, para condenar a unos vecinos al destierro. Pues en el barrio de San Lázaro, ese día se hizo una promesa: la única manera de que las familias de los que dispararon puedan regresar a Plasencia sería con el cadáver de otro niño de dos años.

Todo comenzó unos días antes del tiroteo. Uno de los clanes de la droga con más poder en la zona, conocidos como Los Hilarios, que cuenta con más de 30 miembros en prisión por narcotráfico y un líder fugado de la cárcel desde febrero, se enfrentó a golpes con los jefes de San Lázaro, Los Loletes, en la entrada de un club de alterne. En el barrio cuentan que a Antoñito le partieron la nariz porque no dejó entrar al local a un Hilario. La bronca no se quedó ahí. Los Loletes se armaron, compraron hasta 200 balas en la única armería abierta que hay en Plasencia, la de Carril, de calibre 9 milímetros para un subfusil de asalto. Por la cantidad y el tipo de munición, cualquiera podía sospechar que esos cuatro hombres iban a organizar algo más que una cacería.

Nadie avisó a la policía. Lo que pasa en San Lázaro es cosa de ellos. “Ahí no entra nadie”, sigue el funcionario municipal, que pide no poner su nombre por temor a represalias. Como si sus vecinos fueran invisibles, no existieran.

A las puertas de la tienda, su dueño insiste desde el mostrador en que todo era legal y se niega a hacer ninguna declaración más. Las imágenes de los hombres probando unas escopetas en el local han circulado esa mañana en los magazines de televisión con más audiencia de la parrilla. Este negocio para cazadores con dinero se ha mezclado de repente con una de esas tragedias que le suceden a los otros, a los de San Lázaro. Su esposa solloza en la entrada, tiene una niña de siete años. En su defensa repiten que los clientes tenían licencia para ese tipo de arma. Pero saben también que de esas cuatro paredes salió la bala que atravesó la cabeza de Camelia.

Armados hasta los dientes, el sábado 29 de marzo Los Loletes se atrincheraron en la media docena de casas que tenían en San Lázaro. Y por la noche, cuando un Audi Q5 trepó al barrio de sus rivales para buscar a uno de los suyos, porque pensaban que había decidido continuar la guerra por su cuenta, apenas llegaron a intercambiar algunas palabras antes de que comenzaran a disparar.

En el centro de Plasencia no se escucharon los tiros. “Nunca nos enteramos. Es su microterritorio”, cuenta el empleado municipal. Y puede que nunca se hubieran enterado si no llega a ser porque ahí, hace 15 días, fue asesinada una niña de dos años de un balazo en la cabeza.

Dos casas quemadas en San Lázaro, el barrio de Plasencia donde murió una niña por un tiroteo.

La última vez que murió un niño en España por una bala perdida fue en 2013, en el barrio de las Tres Mil Viviendas de Sevilla. Se llamaba Encarnación y tenía siete años, el proyectil la alcanzó en el salón de su casa. Para encontrar un caso similar hay que remontarse a 2004, en Marbella. Se llamaba José Manuel y tenía también siete años. Tres sicarios descargaron en diciembre de ese año más de 70 tiros con AK-47 contra una peluquería donde se estaba cortando el pelo el verdadero objetivo: Alex B. alias, El Chacal. Se tiró al suelo y sobrevivió, no se sabe nada de él desde entonces. En la ráfaga murió también el peluquero, de 36 años. Los asesinatos de la peluquería Cosmos marcaron un antes y un después en el crimen organizado de la Costa del Sol, cuenta una investigación de diciembre del diario Sur: desde entonces, ya nadie estaba a salvo, los proyectiles habían alcanzado por primera vez a quienes no tenían nada que ver con las mafias. Y el Gobierno reaccionó creando los Greco (Grupo de Respuesta Especial contra el Crimen Organizado), una unidad de élite que venía a complementar a las Udycos (las unidades contra la Droga y el Crimen Organizado).

Este martes en San Lázaro no se veía a ningún uniformado. Casi dos semanas después de que Camelia falleciera en los brazos de su madre, refugiada por los balazos que impactaron contra las fachadas y el coche de Los Hilarios, no se ha desplegado en estas calles ningún operativo especial. Como en Marbella, la familia de Camelia no tenía nada que ver con la batalla entre los dos clanes de la droga de la ciudad. Pero en este caso, ningún Gobierno, ni siquiera local, ha querido pronunciarse públicamente sobre estos hechos. Poco después del tiroteo fueron detenidos casi todos los implicados, hay seis acusados por homicidio imprudente y por homicidio en grado de tentativa y otros cinco (de Los Hilarios) acusados de riña tumultuaria y amenazas, pues no se ha podido demostrar que devolvieran los disparos.

En este rincón invisible de la España pobre, la única autoridad que se asoma es el camión de bomberos, acompañado por la Policía Local, para sofocar las llamas que casi cada día aparecen en una de las casas de los detenidos. En Plasencia, la noche en la que murió Camelia había tres policías nacionales de guardia, según fuentes municipales. El número suficiente para no poder responder a ninguna urgencia, según han denunciado los sindicatos policiales esta semana.

Alba Silva tiene 21 años y lleva una bata azul de lunares sobre una camiseta y pantalones negros. Parió a Camelia solo un año después de casarse y mudarse a dos horas de su casa (en el barrio de Palomeras, en Madrid) al barrio de su marido, Iván Montaño, de 20. Ninguno de los dos ha vuelto a entrar en la casa donde vivían con sus hijos, ahora solo les queda uno de un año. Silva habla desde el salón de los abuelos de su esposo anestesiada por los ansiolíticos, pero en un arrebato de firmeza, le pide a Iván que le deje hablar a ella: “Yo estaba con mis niños en la calle, ahora que empieza el buen tiempo, hablando con las vecinas. Cuando de repente, la gente empezó a avisar: “Entrad, corre, corre, que vienen Los Hilarios”. Y me metí en la primera casa que vi, qué iba a saber yo…”.

No hay forma de que algún forastero entre en San Lázaro sin que se entere hasta la última casa del barrio. El asfalto cuarteado avisa al viandante de que va a cruzar sus lindes. Hay dos únicas calles: una de salida y otra de entrada. Al poner un pie en el barrio, se activa un dispositivo de seguridad que lideran niños que entran y salen de cualquier casa y vecinas que escuchan, como en un pueblo pequeño, todo lo que sucede desde las cortinas de colores que cumplen una doble función: ocultar el interior y poner una oreja en la acera.

Cuando la noche del sábado Los Hilarios llegaron al barrio rival, Alba y sus niños tuvieron tiempo de meterse en la casa de una prima de su marido, en la calzada de San Lázaro, concretamente donde termina la calle. La bronca iba a comenzar unos metros más arriba.

La calzada de San Lázaro, donde ocurrió el tiroteo, tras la puerta negra al final de la calle se refugiaba con su madre la niña de dos años asesinada.

Silva recuerda que su hija le había pedido que le comprara un Kinder Bueno en el puesto de la vecina. Antes de que escucharan los disparos, estaban todos dentro. La prima de su marido con la vista puesta en la calle. Y ella, sentada en el sillón, dándole migas de galleta al pequeño. “Mira, qué miedo, se van a matar”, recuerda que decía la prima de su marido, que escuchaba a unos y otros maldecirse a gritos unos metros más arriba. Los Hilarios, sin bajarse del coche, habían parado en la casa del patriarca de Los Loletes. “Se ve que habían venido a remediar las cosas”, apunta su marido, que en ese momento andaba por ahí cerca, con otros vecinos.

“De repente, empezamos a escuchar: Pa, pa, pa, pa...”, recuerda Silva. Fue todo demasiado rápido: los gritos, el coche enfilando la cuesta en dirección a su puerta para girar e irse del barrio, las balas impactando contra la fachada, tres de ellas atravesando el cristal de la puerta, su prima gritando porque una le había dado en el pie. “En lo que cojo a mi niño con una mano y a mi niña con la otra, con toda la fuerza que pude, para meternos a un baño más adentro, solo me di cuenta de que ella me dijo: ‘Mamá’...”, cuenta Silva. “Yo tenía a mi hija cogida del moño, cuando la miro y veo la sangre... Ya está. Ni más ni menos. Ya está. Hago así [hace el gesto de mirarla] y veo cómo se desmaya. Camelia, Camelia…”. Iván Montaño recuerda sacar a la niña de la casa cogida en brazos ya inconsciente. Pedir como loco un coche, saber que su hija no iba a llegar viva al hospital.

Desde ese momento, San Lázaro solo tuvo 24 horas de tregua. Las que transcurrieron entre que la pequeña entró al hospital y se certificó su muerte. Habían llegado decenas de familiares de diferentes sitios de España, muchos de Madrid y otros de Extremadura para velar a la pequeña. Aunque todos sabían que ese no iba a ser un duelo normal. “No están de luto y la única excepción para que un gitano no se vista de luto es porque se está preparando para vengarse”, advertía a este diario una fuente cercana a la investigación.

Las armas intervenidas por la Policía Nacional a los detenidos por el tiroteo de San Lázaro, Plasencia.

Unas horas después, las tres casas de los principales líderes de Los Loletes amanecieron incendiadas. Todos sus familiares ya habían huido. Durante los siguientes días, otras más fueron saqueadas, marcadas. Y algunas que habían sido quemadas, volvieron a arder.

“Nosotros no hemos quemado las casas. Sí reconozco que les quemé la ropa. Eso sí lo reconozco”, cuenta a este diario Montaño. En un vídeo que circuló una semana después de los hechos en TikTok se observa al padre de Camelia prendiendo fuego a una bolsa llena de ropa y haciendo un gesto con la mano, como apuntándose con una pistola debajo de la barbilla. “Si queréis volver al barrio, no tardéis ni un minuto. Volved ya”, amenazaba el padre de Iván, abuelo de Camelia. “Entregadnos a otra niña entonces, que hagamos lo mismo que habéis hecho con nuestra pequeña”, le seguía una tía. “Yo lo único que quiero es que todos los que hicieron esto se pudran en la cárcel”, zanja Silva.

Estos días, los padres de Camelia han recibido también amenazas por no dejarlos volver. “Estás muerto. Que lo sepas. No sabes dónde te has metido”, se lee desde una cuenta de TikTok que Montaño no reconoce. “Tengo miedo de que maten al único hijo que me queda”, confiesa el padre.

En la puerta de la casa de la familia Montaño, una de las últimas en lo más alto de San Lázaro, un coche se detiene y un hombre llama a Iván: “Están buscando a tu padre los mercheros”. Los mercheros son Los Hilarios, los únicos a los que no reconocen como gitanos, con los que parece que han arreglado las cosas estos días y hasta han puesto dinero para la lápida de la niña. El poderoso grupo de narcos de la zona todavía tiene algo que decir en esta guerra. Y ahora todos comparten un enemigo común. “Al final, a ellos los quisieron matar. Y vaya si lo intentaron”, resume una fuente cercana al caso. El coche recibió más de 12 impactos de bala, dos de ellos en los reposacabezas de los asientos.

El olor del humo en las calles de San Lázaro recuerda que la guerra no ha terminado. Que en esta ciudad paralela a lo que sucede en la otra Plasencia se convive también bajo otras reglas, las que impone el pueblo. Donde la muerte de una niña se paga con el destierro y las llamas. En este rincón al que nadie quiere mirar y por el que no se debate en ningún pleno, ni se ofrece una rueda de prensa, ni se crea un grupo especial de la policía, se gobierna sin Estado. “Es entre ellos y solo les afecta a ellos”, remata una fuente municipal. Como si la seguridad de esas calles placentinas mal asfaltadas, que ya existían desde que se fundó la ciudad, pobladas en los ochenta por campesinos, y por estas familias desde hace más de 30 años, fueran responsabilidad de alguien más, como si pertenecieran a otro planeta.

Iván Montaño y Alba Silva, padres de la niña, muestran una imagen de Camelia en su teléfono.

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Sobre la firma

Elena Reina
Es redactora de la sección de Madrid. Antes trabajó ocho años en la redacción de EL PAÍS México, donde se especializó en temas de narcotráfico, migración y feminicidios. Es coautora del libro ‘Rabia: ocho crónicas contra el cinismo en América Latina’ (Anagrama, 2022) y Premio Gabriel García Márquez de Periodismo a la mejor cobertura en 2020
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